DE LA CRUZ AL CIELO

¿Quién no conoce la historia del así llamado, “Buen Ladrón”? En verdad ningún ladrón puede ser bueno, y ciertamente aquel ladrón no lo era, pues la Biblia lo llama un malhechor. Y por ser un malhechor, un ladrón, un criminal, el hombre, juntamente con otro de la misma condición fue, condenado a sufrir el terrible suplicio de la crucifixión. (Evangelio según San Lucas, capítulo 23, versículos 39 al 43)

En medio de los dos malhechores otro Hombre pendía de una cruz, pero este otro, era un hombre muy distinto a aquellos. La Biblia dice que era “santo, inocente, limpio y apartado de los pecadores”, un Hombre justo que ningún mal hizo. ¿Quién era este Hombre que sufría allí injustamente? Pues bien, era el Señor Jesucristo, el mismo Hijo de Dios, enviado del cielo para salvar a los pecadores.

Alrededor de las cruces se hallaba una gran muchedumbre de personas que a voz en cuello vociferaba insultos y burlas. Pero ¡cosa extraña!, los insultos no se dirigían a aquellos ladrones merecedores de su desprecio, sino al Hombre que ningún mal había hecho. Pero, de repente, en medio de los gritos de odio que profería la turba desenfrenada, se oyó una voz suplicante diciendo: “Acuérdate de mí, cuando vinieres en tu reino”. Fue la voz” del “buen” ladrón, la petición que aquel moribundo dirigía al Señor.

¡Cuán grata fue la contestación que de inmediato recibió del Señor! “De cierto te digo, que HOY estarás conmigo en el paraíso”. Y si el mismo Hijo de Dios, el Rey de la Gloria, le diera esta promesa tan positiva, luego no cabe duda de que el alma de aquel ladrón pasara de la cruz al mismo cielo en aquel mismo día.

¡Oh qué maravilla! Aquel criminal que había llevado una vida de pecado y de crimen, y que había sufrido la bien merecida pena de su maldad, fue trasladado inmediatamente de la cruz al cielo. Clavado en aquel madero, ninguna buena obra podría efectuar para lograr la salvación de su alma, ningún mérito podría granjear para obtener el perdón de sus pecados, y ciertamente ningún dinero podría pagar para conseguir tan grande felicidad, no obstante todo esto, pasó “de la cruz al cielo”.

Sí, aquel ladrón fue al cielo, a aquel bendito lugar donde no hay pecado, ni dolor, ni tristeza, ni lágrimas, ni muerte; entró en aquel país de eterna luz donde no hay más noche, y donde el sol divino brilla sin cesar sobre un paisaje risueño, donde no se ve ni cárcel, ni hospital, ni manicomio, ni cementerio, pues es la patria celestial, donde todos los habitantes pueden decir: “Soy santo, soy feliz, soy SALVO”, y cantar alegres las alabanzas de su Salvador.

Créalo o no, estimado lector, aquel ladrón salvado no tuvo que transitar por algún camino oscuro y largo entre la cruz y el cielo, no tuvo que pasar por un período prolongado de penoso sufrimiento antes de alcanzar la felicidad del hogar eterno.

No cabe duda al respecto, pues el mismo Rey del Cielo le había dicho: “De cierto te digo, que HOY estarás conmigo en el paraíso”. “De cierto”, ¡qué seguridad! “Que HOY” ¡qué pronto! “Estarás conmigo”, ¡qué compañía! “En el paraíso”, ¡qué morada! Esta promesa categórica, clara y reconfortante del Salvador debe bastar para despejar toda duda acerca del paso directo del alma desde la tierra hasta el cielo. El que no lo cree, echa en duda la veracidad del Hijo de Dios.

Basándonos sobre la palabra veraz del mismo Señor Jesucristo, podemos afirmar que tú lector, así como aquel ladrón pasó de la tierra al cielo, de esta vida de pecado a la otra de perfección eterna, sin ningún intervalo de angustioso penar, puedes también tener la misma certidumbre que cuando llegares a morir partirás de la tierra y entrarás inmediatamente en el cielo, ausentándote del cuerpo para estar presente con el Señor. Oye lo que Cristo dice; “De cierto, de cierto os digo, el que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, TIENE VIDA ETERNA; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida” (Evangelio según San Juan, capítulo 5, versículo 24). Cuando Cristo dice: “De cierto”, es porque lo que dice ES CIERTO, y cuando dice dos veces “De cierto, de cierto os digo”, es porque nos da su palabra de honor tocante a la veracidad de lo que afirma o promete. Nuestra salvación no depende de nuestras obras, o nuestros sacrificios, o nuestros sufrimientos, ella depende únicamente de la obra, del sacrificio y del sufrimiento de Jesús, Señor nuestro. Las Sagradas Escrituras dicen que Cristo “herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías, capítulo 53, versículo 5). Por lo mismo el apóstol San Pedro dice: “Cristo padeció una vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios”. Por esta razón es que aquel ladrón pudo pasar directamente de la cruz al cielo, y por esta misma razón cualquier otro pecador, como tú o yo, puede pasar directamente de la tierra a la gloria, cuando llegare la hora final de nuestra vida aquí. Pero, ¿qué fue la condición por la cual aquel ladrón moribundo consiguiera tan grande beneficio? ¿Por ser un “buen” ladrón? De ninguna manera, pues él mismo reconoció su propia maldad y falta de mérito, cuando reprendió a su compañero criminal a quien dijo: “Ni aun tú temes a Dios, estando en la misma condenación, y nosotros a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos”. Estas palabras revelan su arrepentimiento, y luego su petición. “Acuérdate de mí cuando vinieres en tu reino” revela su fe en el Salvador. “Arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo” son las únicas condiciones necesarias para que Dios perdone al pecador. Todo aquel que sinceramente se arrepiente de su pecado, y confía de corazón en el Señor Jesucristo para la salvación de su alma, recibe al instante, sin dinero y sin obras, la vida eterna, y sabe entonces que el día de su muerte será el día de su entrada en el cielo, pues así nos enseña la Palabra de Dios.

– Transcripto del Tratado: “De la cruz al cielo” –